Hubo otro tiempo, hubo otra cultura, otra forma de vida, otra civilización... pero las mismas personas las de entonces que las de ahora y que mañana, con los mismos sentimientos, las mismas necesidades biológicas, las mismas necesidades espirituales, las mismas emociones, los mismos miedos, los mismos sueños, la misma necesidad de paz, la misma necesidad de igualdad, de libertad, de amor. Porque las necesidades, los anhelos, el sufrimiento, las bondades y las maldades del ser humano han sido y seguirán siendo las mismas, son elementos atemporales. Los sentimientos de pena, de alegría, de angustia, de dolor, de euforia, de frustración, de esperanza, de melancolía, de añoranza, de injusticia, de rabia, de venganza, de envidia, de solidaridad, de caridad... han existido y existirán en todas las épocas. Aquel pueblo del que procedemos fue un pueblo culto, reflexivo, creativo, contemplativo. Su nombre: al-Ándalus. Su desaparición no fue fruto de la superioridad del enemigo, sino, como siempre, de sus miserias internas. Fruto de la intolerancia de unos pocos, de las ansias de poder de unos pocos, del integrismo ideológico de unos pocos, de la ausencia de diálogo y de armonía interna. Del último reducto de ese pueblo, el reino nazarí, formó parte esta serranía ubriqueña, última frontera del reino, la más imbatible, la más férrea al abrazo del muro natural de sus sierras y de sus fortalezas. En esta tierra de inmensurable belleza natural surgió y desapareció un clan de gente noble: el clan de Sâleh. Esta es su historia.
