Hay recuerdos por todas partes en la Patagonia. La gente va hasta allí para recogerlos, bajo la nieve o la lumbre del verano, y se los lleva, prendidos en el pelo, en los bolsillos. Los recuerdos son fugaces, sin embargo. Pasa el viento y los arranca. Hay recuerdos en todas las orillas, pero así como vienen, se van. O se convierten en huevos falsos para que los empollen los pingüinos machos. O en coirones que se enredan en la polvareda. O en álbumes de luna de miel, de paseos de egresados, de primeros amores. La inmensidad donde todo sucede es también la inmensidad donde todo pasa, vuela, se va. Porque los recuerdos no pueden quedarse donde no hay tiempo. Y en la Patagonia el tiempo se ha desvanecido. El pasado se disuelve en el presente, el presente se transfigura en futuro. De allí la proeza de estas fotos que cazan el viento al vuelo, se apoderan del tiempo, lo inmovilizan, sorprendiendo a la eternidad en el exacto punto en el que se da vuelta y muestra la cara.